Un vaso le acompañaba, para terminar medio lleno.
Sorbo a sorbo tragaba palabras de un tiempo atrás.
Devorando el recuerdo de su piel como quien saborea hasta la última gota de Ron.
Para no dejar rastro de ella.
Sus manos temblaban, se estremecían, se quebraban ante el tiempo.
Como si estas supieran que ya nunca iba a volver.
Que ya nada volvería a ser igual.

Prefiriendo ser el quien devorara a la vida, antes de que esta lo hiciera.
Deslizo la mano hasta el final de su espalda, sacando de ella una vieja cartera.
Billetes que perdieron valor en su día, varios números de teléfonos,
y unas palabras que escondían una vieja fotografía.
Y bueno, ahí estaba ella, tan guapa como siempre.
Sus grandes ojos azules, aquel pelo oscuro.
El vaso sobre la mesa le obligaba a dar un sorbo más.
Tragaba una a una todas sus palabras, ya que eran las únicas que le hacían,
por aquel entonces, sobre-vivir.
Más tarde, recorrió uno a uno todos los pasillos.
Puertas que encerraban libros, neveras llenas de luz, o asientos que quedaron vacíos.
Un sorbo más y en su cabeza solo quedarían aquellas despedidas.
Ni las flores sobre su pecho, el olor de aquel perfume, o su risa en las mañanas.
Un sorbo más, y ya no quedaría nada.
El frío se desliza a través de la ventana, una casa desordenada,
unos brazos que arrastran el sorbo de una botella, o un vaso roto en el salón.
Deslizando con inseguridad sus piernas logró caer sobre el colchón.
Un sorbo más, solo uno más.
Esta vez el destino no eran sus ojos, ni el color de su pelo.
Solo le quedaba el silencio, y una despedida.
Quedaba poco tiempo, el justo para memorizar su nombre.
Recordando que una vez la ciudad les vio de la mano,
y que durante ochenta y cinco años ella le hizo grande.
Un último sorbo, y será el quien le habrá ganado el pulso a la vida.
Ni el cáncer, ni el alzheimer pudieron con ellos.
Y será ella, la ciudad.
Quien recordará que fueron ellos los que no quisieron olvidar
que un día brillaron tanto como el cielo que hoy tienen delante.
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