Una mañana de primavera en la que el sol apareció para quedarse. Un día especial de los que se escriban. Con ganas de recordar y echar en falta. Sin avisos, sin reglas ni leyes.
La vida la miró. Le regalo el amor de su vida en forma de pelo oscuro y ojos verdes.
Le regalaron un instinto especial, un siete de mayo y un sí que se convirtió en más de veinte años de besos y caricias. La voz que volvía loca a cada mirada, que se sentaba a escuchar, era la voz de una sola mujer. La del cubata de ron en la esquina de la barra. La que dejaba marca de pintalabios en la copa y sostenía un Marlboro en la mano derecha. La que agachaba la cabeza, levantaba la mirada y en una calada honda sentía el amor que se respiraba en aquel día.
De madrugada se abría la puerta de aquel coche donde viajaron muchos inviernos por esa pequeña ciudad. Entonces el conducía, se miraba en el retrovisor y se iba al fin del mundo con ella de copiloto.Y entonces sus vidas se multiplicaban por cinco. Pasadas unas cuantas primaveras,el ya no conducían ese vehículo y ella había abandonado aquel paquete de Marlboro para nueve meses después conducir un cochecito de capota. Podía escuchar aquellos sitios donde la magia aparecía con cada amanecer y sentirla en sus ojos. Aunque, realmente, me llevaba al colegio, pero nadie lo hacía con más cariño que ella.
Me llamaban la princesa de la casa, pero ella era la reina. La vida pasaba entre matices y con alguna tormenta imprevista como en cualquier familia.
El rastro de sus cinco vidas se perdió una tarde por la avenida de la pequeña ciudad. El cochecito lleno de cajas, fotos y primaveras. Y una casa donde pudiera caber tanto amor.
Seguían pasando los otoños hasta que llegó el diciembre que nunca quisimos.
Ella ya no mostraba su increíble sonrisa y no le hacía falta pintalabios para que sus besos dejaran huella.
Bastaron cuatro meses para que la vida se llevara a su amor. Bastó un invierno triste y una navidad que no era navidad si sólo éramos tres.
Se apagó la voz y la casa se le quedó grande. Le sobraba cama y le faltaba calor.
Todo cambiaba. La ropa colgada en aquellas perchas y el olor de su perfume.
Seguían sobrando rincones, seguían faltando sonidos.
Y pasaron sietes de mayo y dieciséis de diciembre. Pasaron muchas tormentas llenas de lluvia por sus ojos hasta que decidió vestirse de los colores del arcoiris y pintarse esos labios de aquel rojo que dejó huella en tantas copas. Salió el sol, esta vez, sin noches en vela.
Decidió mostrar su sonrisa ,
acelerar y darse cuenta que ya no vería más esos ojos verdes,
que la vida le había quitado lo que más quería,
pero que siempre iba a tener a su princesa,
para multiplicarle la vida por cinco.
Posdata : Te quiero.
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