A días, por momentos, en lugares concretos. Cuando menos te lo esperas, llega sin avisar. Se queda un tiempo indefinido, sin tu consentimiento. Y aunque lo intentes, escuece. Duele, quema, pica, desgarra, rompe, congela, hiela, arde, arranca, hiere, desquebraja. Te hunde. Te asfixia.
¿He dicho que duele? Duele, duele mucho.
Pensamientos que aparecen, convenciéndome de que pude con lo de ayer y que podré también con lo de mañana. Aunque más en el fondo, sepa que eso, no es verdad.
Porque ser fuerte consiste en asimilarlo. En asimilar el dolor y en digerirlo, y eso no se consigue de un día para otro, si no con el tiempo. Así que hoy escojo el camino fácil para disimular. Sobretodo disimular...
Sí, disimular los golpes, sonreír delante del espejo y salir a la calle pisando fuerte, para que nadie note la realidad, lo que pasa de verdad.
Pero a veces, bueno… a veces tengo que darme a mi misma permiso, bajar la guardia y darme una tregua. Está bien bajar la guardia de vez en cuando. No me gusta hacerlo porque eso supone tener un día triste, uno de esos viernes que saben a domingo, un día de esos que duelen, de recordar y echar de menos.
A los que quisieron irse, a los que no están, y a los que ya no estarán. Sin embargo, hay momentos que de vez en cuando, una se vuelve melancólica y con ganas de llenar y llenar hojas en blanco con pensamientos y frases tristes cargadas de dobles sentidos, uno casi siempre negativo.
Y recordar que fue una época difícil, la más difícil de todas. Una época en que las semanas se iban empaquetando para quedarse atrapadas. En que vivir consistía en esperar que pasara el tiempo, en dejar atrás los días anteriores, sin más. Y es entonces cuando tu autoestima cae en picado hasta alcanzar esas profundidades extremas, y no ves nada bueno. Ni recuerdos, ni virtudes, ni sentimientos , ni nada por lo que merezca la pena mantenerte a flote. Así que decides resignarte, a vivir con ello, y a olvidar que un día fuiste mejor. Y lo que creías que era una cuerda para sacarte de tu abismo personal se convierte en una soga que te aprieta, cada vez con más fuerza. Y es justo entonces cuando te das cuenta de que todo irá mal, no importa lo que hagas. Intentas gritar, pero no se te escucha. Ya no.
Pero finalmente, llega un punto y a parte.
En el que no hay vuelta atrás, y ese es el momento en el que lo único que puedes hacer es poner tu lista de reproducción favorita, tumbarte en la cama, y llorar.
Llorar todo lo que haga falta.
Desahogando palabras,
curando heridas a medio camino.
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