A través de la ventana azul la luz se deslizaba por las paredes.
El sonido del viento y los pasos por el pasillo me desvelaban. Quizás por eso aquella mañana cuando desperté todo fue diferente.
Todo estaba en su lugar, las camisas en el armario, los perfumes colocados al milímetro en la estantería, la televisión apagada y silenciosa.
Parecía un día normal, pero tú ya no estabas.
Era invierno, el frío de aquella habitación congelaba las horas, y aquella mañana no me habías dado los buenos días.

Mamá me había mandado ir a limpiarlo, tenía que quitarle el polvo a los recuerdos.
Después de desayunar, me puse ropa vieja, cogí un trapo y comencé a limpiar. Era como si estuviera borrándote de nuestra vida. Habías pasado más horas mirando a través de ella que por tus propios ojos.
Limpié, limpié, y cuando terminé me senté en el suelo para poner una vieja cinta, y cerré los ojos.
Quería traerte de nuevo, que nunca te hubieras ido.
Canté, todo lo que cantamos juntos, en un homenaje solitario, recordando todas las veces que fuimos uno entre aquellas melodías . Y tú, que solo sonreías.
Creo que nunca me querrá nadie como me quisiste tú, con esa adoración propia de un padre que solo tiene ojos para su hija. Aquella mañana, coloqué un vaso de té donde lo tomabas cada mañana, me senté, y lloré hasta quedarme dormida.
Ya pasaron varios años desde aquel día, pero todavía, alguna noche solitaria, me pongo aquellas Baladas y miro al cielo.
Sé que sigues ahí,
entre las constelaciones más bonitas de este planeta,
acariciándome el pelo, diciéndome que soy grande,
aunque siempre sea tu pequeñita.
Y que puedo con todo, que tú lo sabes mejor que nadie.
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